Ocho de la mañana, suena mi despertador. En mi cabeza un estruendoso "noooo", casi tan desesperado como en un día lunes de cualquer semana universitaria. En frente, mi papá con bata y una animosa voz de "qué lindo está el día". Sólo quería dormir, pero una extraña motivación me levantó de la cama, a pesar del sueño y el carrete de la noche anterior. Y me duché.
Partimos como a las 10 de la mañana, después de que mi papá se dio más vueltas de las que nunca se había dado desde que lo conozco. Se le caían las llaves, se le olvidó el chaleco como tres veces, etc.
Pero partimos. Pasamos a buscar a mi abuela, y la carretera se hizo a nuestro haber más tarde que temprano, con los valles a los lados, el sol de mediodía, y mis ganas de subir la radio que tocaba a Ismael Serrano.
Finalmente llegamos a Santo Domingo, y en un dos por tres, encontramos la casa tan esperada. Tantos años de mi niñez esperando ese momento, imaginando cómo podía ser, tantas historias con huecos reemplazados por la imaginación que en ese momento se acabaría. De la pura especulación pasaría por fin a la realidad.
La realidad de un tío abuelo que tanto esperé conocer. La realidad de un viejo-con-historia. La realidad de una historia entera, enigmática, ciertamente increíble, encerrada en esos ojos rojos, cansados de vejez.
Es el hermano mayor de mi abuelo Miguel, que falleció como hace 15 años. Es el único representante de mi familia paterna directo de Francia, hijo de mi bisabuelo que arribó hace más de cien años al puerto de Valparaiso, a probar nuevas fronteras. Pero más allá de todo, es un viejo con tanta historia, historia de Chile, tanta vivencia irreplicable, incomprensible, muchas veces innombrable...
Y ahí estuve, en su casa en la playa, dónde tiene sus pollos y patos y gallinas, como siempre lo soñó. Dónde a pesar de sus casi cien años, todos los días se baña en su pequeña piscina y se tira de cabeza a nadar. Dónde en su pieza guarda con exactitud tres fotos de su hijo fallecido, dónde con una sensibilidad acongojante repasa una a una sus fotos al tiempo que humedece sus ojos rugosos de niño trotamundos.
Tantas historias que sé y jamás habré de contar... Y tantas historias que se esconden en sus ojos y jamás sabré... Y orgullo, tanto orgullo de que hoy por fin, después de toda una vida estampada en él, y veinte años pululando en mi, he conocido a un tío-abuelo que sin saberlo, en un par de horas, me enseñó un poco de lo que es vivir. Vivir como si cada segundo fuera el último. Vivir a pesar del cuerpo añejo, con sinceridad eterna, con una verdad que más que anecdótica, es un privilegio.
Vivir con verdad. Vivir con esos ojos rojizos, gastados de tanto llorar, de tanto soñar con presentes inabarcables, de tanto recordar pasados que no se van. Vivir con esas orejas gigantes que apenas pueden oír, pues se van sellando en su propia musicalidad.
Cien años de vida. Un niño de cien años que aún no se cansa de reír, de despertarse frente al mar, y recordar que es de ahí de dónde vino, y ahí dónde habrá de terminar. Con una vida a cuestas, con pérdidas irrecuperables, con silencios incomprendidos, con misterios inabarcables, y con la pureza de esa sonrisa que no acaba de despertar...
Su secreto, que no deja de enseñar. Su verdad, que abruma mis veinte años de esperanza y ejemplo. El "viejo choro" que de una u otra forma se queda en mi, con su regalo, con su ejemplo, por fin real.
-"Marie Thérèse", repetía, igual que mi abuelo. Y yo sonriendo con ganas de llorar. Colmada de sabiduría, de experiencia, de admiración.
Y fui testigo de un señor inmortalizado por la historia de un país, y por la historia de un par de fotos que lo recuerdan eterno, para siempre en todo lo que vivió y conoció, para siempre en mi nombre y mi pasado, y desde hoy, para siempre en mi recuerdo y mis anhelos de vejez...
Saturday, February 25, 2006
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