El viento de la tarde nos traía un millón de historias en el pelo transparente de nuestros años gastados. Las comisuras de tus labios mientras me mirabas ahí, perplejo, apenas callaban las ganas que teníamos ambos de gritarnos el par de verdades que nunca fuimos lo suficientemente valientes para decirnos a tiempo. Ese cabello oscuro en tu frente, y como siempre algunas canas, hoy más que ayer, y el clásico estilo de hombre un poco loco, aunque demasiado honesto para ser de verdad. Esa extraña mirada infantil, con el dantesco modo de decirme en silencio que todo estaba bien, aunque yo siguiera empeñándome en creer lo contrario. Me miraste sorprendido y sonriente a la vez, como si ambas cosas pudieran sentirse al mismo tiempo, esa sensación de sorpresa alegre, cuando aún no resolvíamos qué era lo que nos traía contentos en realidad.
"¿Qué tal tu vida, cómo está la ciudad más bella del mundo, y tú paseándote por ella? ¿Sigues acaso sintiendo que tienes el destino a tus pies? ¿Cómo fue esto de vivir la vida, esa misma que alguna vez quisimos que fuera para los dos?"
"¿Y tú, qué tal las ganas eternas de volverte loca? ¿Cómo van esos deseos inconclusos de cuestionarlo todo y vivir “al lado del camino”, por sentirte siempre un poco más libre con eso?"
Entonces las palabras comenzaron a atropellarse entre sí, por tantos años acumulados esperando un encuentro como este. Y mientras yo pensaba que esa ciudad en el fondo era mía y no tenías ningún derecho a quitármela, tú examinabas con disimulo mi cuerpo cambiado por lo años y un par de hijos que habitaron mi vientre gastado por la desilusión. Y mientras tú seguías pensando en cuándo harías las preguntas de rigor, aquellas más temidas por ambos, yo examinaba minuciosamente ese estómago algo más protuberante que la última vez, y con ternura sentía conocerlo mucho mejor de lo que jamás habría sido comprensible por nadie.
"¿Y tú, qué tal las ganas eternas de volverte loca? ¿Cómo van esos deseos inconclusos de cuestionarlo todo y vivir “al lado del camino”, por sentirte siempre un poco más libre con eso?"
Entonces las palabras comenzaron a atropellarse entre sí, por tantos años acumulados esperando un encuentro como este. Y mientras yo pensaba que esa ciudad en el fondo era mía y no tenías ningún derecho a quitármela, tú examinabas con disimulo mi cuerpo cambiado por lo años y un par de hijos que habitaron mi vientre gastado por la desilusión. Y mientras tú seguías pensando en cuándo harías las preguntas de rigor, aquellas más temidas por ambos, yo examinaba minuciosamente ese estómago algo más protuberante que la última vez, y con ternura sentía conocerlo mucho mejor de lo que jamás habría sido comprensible por nadie.
París se abría entre los pinos con un olor lentamente a café de tarde, con un fondo de Cabrel y su clásico Je l’aime à mourir que se escuchaba en el bar de la esquina. Las luces del parque comenzaban a encenderse, y el Sena de pronto volvía a teñirse de su burdeo melancólico que desde hace algunos meses recibía mis meditaciones luego del trabajo y las clases. Rodeaban las parisinas en sombrero tímido de otoño a nuestro alrededor, y los franceses toscos de chaqueta y corbata plagaban el centro, con el apuro de quien no es del todo consciente de estar viviendo. Y de fondo tú y yo, otra vez, en medio de un todo y nada al que ya tan acostumbrados estábamos hace siglos. Entonces tu mano izquierda fue de pronto a parar a mi brazo derecho, tomándome con suavidad, mientras tus labios pronunciaban un par de palabras que apenas alcancé a escuchar, y percibí de pronto, confusa por el movimiento rápido de tu amabilidad, que en tu dedo reposaba lapidario un anillo. Y entonces, en interferencia con mi pensamiento veloz que sacaba un millón de conclusiones sobre tu vida y cómo el destino nos había llevado finalmente tan lejos, escuchaba entre la gente que tú decías “verte ahora”, “tan lejos”, “qué loco”, y algunas risas incómodas que me recordaron una época en que apenas nos podíamos mirar de frente, ahí cuando fuimos demasiado cobardes y la verdad era aún ensordecedora para ambos. “¿Es europea?” pregunté entonces, así de golpe, como aludiendo a que las máscaras entre nosotros hace tiempo habían decidido caerse. Pero nunca respondiste, como tan bien supiste hacerlo desde siempre, sino que hablaste de tiempos confusos, de nuevos aires, de esta vida loca que nos traía por aquí, de por qué no íbamos a alguna parte. Y reíste. Eterno en tu risa, con ese modo que a veces tenías de no decirme toda la verdad.
Y fuimos a un bar. Y bebimos un vino, francés esta vez, ese que ahora sí te gustaba beber de vez en cuando, por la edad y la adultez joven que llamaban, quizás. Y no hablamos mucho, más bien nos miramos, repasando con cuidado el recuerdo de nuestros rostros, quizás arrepentidos por las arrugas que el cigarro colaba en los pliegues de la frente, y los ojos enrojecidos por el humo y la nostalgia. Y con los labios azules de vino y desvelo, nos reímos al caer la noche, un poco de nosotros mismos, y un poco de este París extraño que nos recibía, con ataduras por la hora y la preocupación por llegar tarde esa noche a casa, donde a ambos nos esperaban seres de otros mundos e idiomas.
Y entonces, como si ya no quedara más que decir, decidí despedirme de ti, una vez más. Pero antes de irme de ese bar que nos había visto reconciliar el tiempo en un segundo, me tomaste la mano, y susurraste: “es bello verte otra vez”. Y me besaste. Y te besé. Sin culpas, sin miedos ya por el otro, sin preguntas por lo que la noche esperaba de cada uno. Comprendiendo que habíamos nacido para un tiempo equivocado, comprendiendo que nuestra vida estaba repleta de estos encuentros con los que apenas sabríamos qué hacer. Y comprendiendo en realidad que ya no había mucho más que hacer. Palpitaste con tus ojos en mi pelo, temblaste por última vez con tus labios en los míos, y en silencio me prometiste que te arrepentías. Y yo en silencio te perdoné. Con la Torre Eiffel a cuestas, esa misma que alguna vez soñamos subir juntos. Y entonces me fui, no sin antes voltearme una última vez, con la lágrima final en el borde de mi cordura, viéndote morir en la mesa del bar oscurecido por la historia de los amantes desencontrados una vez más, con la copa de vino en la mano, y el millón de recuerdos resguardados del miedo y del olvido.
Y fuimos a un bar. Y bebimos un vino, francés esta vez, ese que ahora sí te gustaba beber de vez en cuando, por la edad y la adultez joven que llamaban, quizás. Y no hablamos mucho, más bien nos miramos, repasando con cuidado el recuerdo de nuestros rostros, quizás arrepentidos por las arrugas que el cigarro colaba en los pliegues de la frente, y los ojos enrojecidos por el humo y la nostalgia. Y con los labios azules de vino y desvelo, nos reímos al caer la noche, un poco de nosotros mismos, y un poco de este París extraño que nos recibía, con ataduras por la hora y la preocupación por llegar tarde esa noche a casa, donde a ambos nos esperaban seres de otros mundos e idiomas.
Y entonces, como si ya no quedara más que decir, decidí despedirme de ti, una vez más. Pero antes de irme de ese bar que nos había visto reconciliar el tiempo en un segundo, me tomaste la mano, y susurraste: “es bello verte otra vez”. Y me besaste. Y te besé. Sin culpas, sin miedos ya por el otro, sin preguntas por lo que la noche esperaba de cada uno. Comprendiendo que habíamos nacido para un tiempo equivocado, comprendiendo que nuestra vida estaba repleta de estos encuentros con los que apenas sabríamos qué hacer. Y comprendiendo en realidad que ya no había mucho más que hacer. Palpitaste con tus ojos en mi pelo, temblaste por última vez con tus labios en los míos, y en silencio me prometiste que te arrepentías. Y yo en silencio te perdoné. Con la Torre Eiffel a cuestas, esa misma que alguna vez soñamos subir juntos. Y entonces me fui, no sin antes voltearme una última vez, con la lágrima final en el borde de mi cordura, viéndote morir en la mesa del bar oscurecido por la historia de los amantes desencontrados una vez más, con la copa de vino en la mano, y el millón de recuerdos resguardados del miedo y del olvido.
La noche me esperaba tibia, con un hombre en casa que preguntaba por qué mi tardanza, aceptando que la no respuesta era entonces una forma de pedir perdón. Esa noche no pude besarlo, porque sólo pensaba en volver a verte. Y por meses cada vez que salí de la Facultad donde tomaba mis cursos de perfeccionamiento, pensé en volver a encontrarte en la misma esquina, por mis ganas locas de besar los pedazos de piel que nos iban quedando. Pero no volviste. Y yo a ti tampoco. Y en fin fue el silencio de la despedida el que valió la pena guardar, para siempre entre mis ojos, con un secreto doloroso en lo profundo, por todo lo que siempre dejó de ser eterno para los dos. Y para siempre decidí guardarte, protegido del frío miedo de lo cotidiano, a veces tan descabellado y cruel, del que he querido sacarte desde el primer día en que te vi, y del que nunca pudiste en definitiva desaparecer. Porque yo lo elegí también, como la vida que quise vivir. Como un gran amor, como para tener siempre a quien extrañar. Como aquel que existió sólo para repetir “que no se nos olvide”, por todos estos dolorosos recuerdos de amor y des-encuentro, tatuados en el cuerpo. Para siempre, con tu historia en mi piel.
"I've been addicted to you...
Goodbye my lover, goodbye my friend,
you have been the one, you have been the one for me.
I am a dreamer, and when I awake,
you can break my spirit, it's my dreams you take
And as you move on remember me, remember us and all we used to be..."
(James Blunt)
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