"¿Y tú, qué tal las ganas eternas de volverte loca? ¿Cómo van esos deseos inconclusos de cuestionarlo todo y vivir “al lado del camino”, por sentirte siempre un poco más libre con eso?"
Entonces las palabras comenzaron a atropellarse entre sí, por tantos años acumulados esperando un encuentro como este. Y mientras yo pensaba que esa ciudad en el fondo era mía y no tenías ningún derecho a quitármela, tú examinabas con disimulo mi cuerpo cambiado por lo años y un par de hijos que habitaron mi vientre gastado por la desilusión. Y mientras tú seguías pensando en cuándo harías las preguntas de rigor, aquellas más temidas por ambos, yo examinaba minuciosamente ese estómago algo más protuberante que la última vez, y con ternura sentía conocerlo mucho mejor de lo que jamás habría sido comprensible por nadie.
Y fuimos a un bar. Y bebimos un vino, francés esta vez, ese que ahora sí te gustaba beber de vez en cuando, por la edad y la adultez joven que llamaban, quizás. Y no hablamos mucho, más bien nos miramos, repasando con cuidado el recuerdo de nuestros rostros, quizás arrepentidos por las arrugas que el cigarro colaba en los pliegues de la frente, y los ojos enrojecidos por el humo y la nostalgia. Y con los labios azules de vino y desvelo, nos reímos al caer la noche, un poco de nosotros mismos, y un poco de este París extraño que nos recibía, con ataduras por la hora y la preocupación por llegar tarde esa noche a casa, donde a ambos nos esperaban seres de otros mundos e idiomas.
Y entonces, como si ya no quedara más que decir, decidí despedirme de ti, una vez más. Pero antes de irme de ese bar que nos había visto reconciliar el tiempo en un segundo, me tomaste la mano, y susurraste: “es bello verte otra vez”. Y me besaste. Y te besé. Sin culpas, sin miedos ya por el otro, sin preguntas por lo que la noche esperaba de cada uno. Comprendiendo que habíamos nacido para un tiempo equivocado, comprendiendo que nuestra vida estaba repleta de estos encuentros con los que apenas sabríamos qué hacer. Y comprendiendo en realidad que ya no había mucho más que hacer. Palpitaste con tus ojos en mi pelo, temblaste por última vez con tus labios en los míos, y en silencio me prometiste que te arrepentías. Y yo en silencio te perdoné. Con la Torre Eiffel a cuestas, esa misma que alguna vez soñamos subir juntos. Y entonces me fui, no sin antes voltearme una última vez, con la lágrima final en el borde de mi cordura, viéndote morir en la mesa del bar oscurecido por la historia de los amantes desencontrados una vez más, con la copa de vino en la mano, y el millón de recuerdos resguardados del miedo y del olvido.