Qué me dirían los niños imaginarios, si les dijera que hubo una época en que las personas no conversaban mirándose a la cara, sino interpuestas por pequeños cuadrados de plástico de diferentes colores que tenían teclas con números y letras. Una época en que cuando llovía la ciudad se inundaba, cuando salía el sol la gente se insolaba, y que el invierno tibio siempre se acompañaba de una manta gris que cubría el cielo. Una época en que la gente caminaba por las calles sin escuchar si había un perro ladrando o un niño llorando, porque andaba con unos aparatitos negros que se instalaban en el oído y que transmitían ondas sonoras que ellos elegían.
Qué me dirían los niños imaginarios, si les dijera que hubo un tiempo en que los niños no jugaban en la plazas, y los adolescentes se sentaban frente a pantallas de luz en vez de juntarse a conversar. Un tiempo en que los cumpleaños ya no eran un día de visitas y jolgorio, sino de saludos escritos en las mismas pantallas que cada uno tenía en sus casas. Un tiempo en que el colegio, el trabajo y la rutina ocupaban todo el día, y la gente salía en la madrugada de sus casas y llegaba de noche, luego de trasladarse por toda la ciudad. Un tiempo en que las preguntas no se hacían, porque daba miedo preguntar de más.
Qué me dirían los niños imaginarios, si les contara que hubo una vez un mundo en que las parejas se formaban porque era el momento, porque la edad lo requería, porque había que comprarse una casa para vivir, y era más fácil pagarla de a dos. Un tiempo en que habían más parejas separadas que juntas, y que uno ya no tenía cuatro abuelos, sino el abuelo, la abuela y la nueva pareja de la abuela que conoció luego de que echó al abuelo de la casa por golpearla demasiado, y que los niños vivían en la casa de sus madres algunos días, y salían con los padres otros días, y con la nueva mujer del padre que tenía hijos que eran como sus hermanos, pero no lo eran. Y además después no los volvían a ver porque los padres y las madres terminaban sus relaciones con sus parejas, y los niños no entendían mucho pero tampoco preguntaban demasiado.
Qué me dirían los niños imaginarios, si les contara que hubo un tiempo en que el amor no existía. Que se trataba más bien de necesidades individuales de estar con alguien, de compartir los gastos, de la importancia de tener hijos. Y no ya las ganas de compartir la vida, porque ya nadie sabía bien qué era eso, ni si estaban dispuestos a ceder el proyecto vital propio.
Qué me dirían los niños imaginarios si les dijera que hubo un mundo en que los adultos siempre decían que sentían que la vida se les había pasado volando y no sabían qué había pasado entre medio.
Qué me dirían si les dijera que hubo un tiempo en que nadie sabía bien decir si era o no feliz.
Yo creo que me dirían que no les gustaría haber vivido ahí. Aunque en realidad creo que muchos no me creerían que ese mundo realmente existió.